Fútbol y literatura: Las Reglas del Picado (la pichanga)
La cuadra del paredón de la fábrica era una de las pocas del barrio que no caían en barranca hacia el río y ese simple hecho, sumado a que tampoco estaba marcada por las vías del viejo tranvía, la hacían ideal para correr detrás de la pelota.
Nos juntábamos a la tardecita en la esquina del almacén del gallego y, de allí, cuando ya sumábamos un número considerable, partíamos en desprolija caminata cuesta arriba hacia la calle de la Americana; así le llamábamos. Parece ser, según contaba mi tío que vivía en el barrio desde que nació, que aquel edificio enorme fue un importante frigorífico donde trabajaban la mayoría de los que poblaron el lugar hace no sé cuantos años, pero entonces solo quedaba el esqueleto; unos cuantos ventanales que el aburrimiento juvenil había roto a pedradas y un gran cartel de oxidado metal sobre la puerta grande que dejaba leer el nombre con que lo habían bautizado. Por lo tanto, para el resto del mundo nosotros todas las tardes éramos los pibes de La Americana, los mismos que minutos antes éramos los de la esquina del almacén y que tiempo después de pasar por esos dos estados recuperaríamos nuestros nombres individuales.
Las reglas eran aquellas que quién sabe que espíritu de antepasado de picado había dictaminado y que todas las generaciones precedentes acatarían, con alguna que otra modificación local, sin discutir regla alguna. Se va cuando el balón sube a la vereda y vale hacer rebotar la pelota contra el cordón, una cuestión que aunque algún desprevenido podría tildar de sin importancia, requería de una técnica especial que permitía realizar unas paredes memorables y hasta incluso pases que mezclaban la habilidad futbolera con la astucia de un billarista haciendo que la bocha llegue a destino después de rebotar en la banda. Los postes, variaban según las comodidades del estadio.
Nosotros teníamos unas piedras de un tamaño considerable que guardábamos cuidadosamente, al finalizar cada encuentro, al lado del palo de la luz. Lo curioso era que para la regla la línea imaginaria que partía de las piedras variaba su ancho según sea el arco propio o el del contrario, y dado ese punto, era que prácticamente los únicos goles que no se discutían eran los que entraban por el medio y al ras del piso. El travesaño era otra historia que estaba relacionada con la capacidad de salto del arquero, la que siempre era inferior a la altura por donde había pasado el esférico aludiendo con un salto corto y desganado a la frase: «no ves que no llego», demostrando que la posibilidad de anotar dependía también de la capacidad de negociación que tuvieran los equipos.
Otra regla era la que decía que generalmente el partido finalizaba cuando el dueño de la pelota se tenía que retirar. A partir de esas, las principales, había otras que dependían del folklore local. Algunos tuvieron que inventar soluciones al tema de los autos estacionados dentro de los limites del campo de juego, otros al congelamiento de la jugada cuando pasaba un peatón externo al duelo futbolístico, y reglas que nacieron de la experiencia, como esa que teníamos nosotros y que impedía hacer picar la pelota antes de llegar a la cancha. Parecía ridícula, pero quien estuvo la tarde de aquel jueves, en que se suspendió el fútbol a causa de no existir esa regla, no se atrevería a cuestionarla.
Resulta que el gordo Aníbal llegó a la esquina aquella tarde con algo que le garantizaba la titularidad, una pelota de cuero, perfectamente redonda. Nos quedamos boquiabiertos, creo que imaginando cada uno las maravillas que esa tarde podríamos hacer con semejante belleza. Los pies nos tiritaban, un par se pararon como resortes para verla de cerca y el gordo explicaba como había llegado a él ese regalo de cumpleaños soñado por cualquiera de nosotros. Hoy iba a haber fútbol con una pelota de enserio, una profesional. Los gajos brillaban y las costuras se veían poderosamente indestructibles.
Antes de que el grupo tomara conciencia, y estirara sus manos para tocarla, el gordo miró a la audiencia de la esquina del almacén y al tiempo que dijo: ¡qué les parece muchachos!- la hizo rebotar contra la vereda en un acto tan inocente como inolvidable. Trato de recuperarla después del pique, pero una piedra, quizás el filo de una baldosa floja, hicieron que el balón se descontrolara para empezar a rodar calle abajo. Picaba, saltaba, rebotaba y rodaba, cada vez más rápido, como si le hubieran abierto la jaula a un animal enfurecido, allí iba, rumbo a la avenida del bajo sin que nosotros pudiéramos llegar a alcanzarla.
Ella había emprendido su rumbo, sin que todavía ningún pie hubiese podido tocarla. Nosotros salimos en estampida tratando de detener sus giros y saltos; sabíamos a dónde iba, y la idea nos desesperaba. Por más que algunos dejamos de respirar con tal de duplicar el ritmo de carrera, por más que otros imaginaban que con gritos de alerta la pelota se iba a detener, ella siguió llevándole varios metros a todos los que tratábamos de detenerla en una carrera que el barrio entero tardaría en olvidar.
!Noooo!- gritamos todos casi al mismo tiempo. Pero el grito quedó mudo al ver como un camión con acoplado, que cargaba tubos de metal, le pasaba efectivamente por arriba, quitándole el aire, haciéndola estallar, convirtiéndola en un pedazo inservible de cuero y costuras.
Aquel fue un día negro. Apenas unos segundos nos había durado la ilusión de la pelota nueva, y antes de que cualquiera pudiese acariciarla con los pies: ella ya no existía. Ese día no hubo picado, y a partir de entonces la regla de «no picar la pelota antes de llegar a la cancha» sería, para «los pibes de La Americana», una regla que ni el más rebelde se atrevería a romper.